Derechos y conquistas

Derechos y conquistas

Una de las frases frecuentes que leemos y oímos en los medios es a alguien proclamando que “tengo derecho a…”. Pues bien, no por frecuente deja de ser una falsedad. En la naturaleza, en las leyes de la física que rigen el universo, no existen los derechos. Ninguna gacela tiene derecho a elegir al león que se la va a comer. Ni ningún ser vivo tiene derecho a tener asegurada su nutrición a lo largo de todo su ciclo vital.

 

Este concepto de los «derechos» se acostumbra a acompañar de otro: la “igualdad de oportunidades”, que no deja de ser otra gran falacia intelectual (aunque poco intelecto cabe suponérsele a quien afirme que tal cosa existe). Desengañémonos, por muy igualitaria que sea cualquier sociedad, las oportunidades que tendrá cualquier niño que nazca en una familia de alto nivel cultural y económico y con unos padres con buenos contactos, serán radicalmente distintas que las de otro niño de una familia que carece de tales atributos. Igualmente, sus oportunidades serán muy diferentes según sea guapo o feo, gordo o flaco, extrovertido y simpático o tímido y huraño, o, como se ha demostrado fehacientemente, simplemente si es alto o bajo.

 

Ciertamente, los conceptos de «derechos» e «igualdad» encierran una filosofía cuyos pilares constituyen principios fundamentales exigibles a cualquier sociedad moderna. En ningún caso se pretende aquí obviar que ninguna sociedad podría considerarse democrática sin que estos principios estuviesen fuertemente incrustados en todo su entramado legislativo, normativo y funcional, a todos los niveles y en todos los sectores. El exponer aquí estos temas es sin embargo debido a que su enunciado, las palabras que lo definen, hacen que su abuso pervierta un concepto fundamental: no se trata de logros implícitos a la condición humana, sino que se trata de conquistas cuya consecución ha exigido un tremendo esfuerzo a lo largo de la historia, con un coste de miles o incluso millones de vidas humanas. Y como en cualquier conquista, además de llegar, hay que mantener. Y, como decía Lewis Carrol, para quedarse en un sitio hay que correr mucho y constantemente.

 

Por ello deberíamos dejar de denominar cosas como la “Declaración de los derechos humanos”, para substituirlas por la “Declaración de conquistas sociales humanas”. Tal vez con ello no conseguiríamos erradicar la imagen buenista -típica de noticiario televisivo- de un garrulo berreando que “tiene derecho a una vivienda digna” no obstante mostrar una clara falta de intención de hacer el más mínimo esfuerzo para ganársela y merecerla, pero al menos transmitiríamos la idea que tal “derecho” comporta un coste que alguien debe asumir. Y obligar a los demás a asumir costes que yo no estoy dispuesto a afrontar, no deja de ser profundamente injusto, y contrario a los derechos de los demás y a su igualdad de oportunidades.

 

Planteado de otra forma: ¿Realmente pre-existen los derechos humanos? ¿De dónde sale que cualquiera tenga derecho a una vivienda digna? Alguien habrá tenido pues la obligación de pagar y construir tal vivienda. La ecuación es inevitable, derechos de unos = obligaciones de otros, y de nada sirve vocear argumentos éticos sin plantear quien asumirá las cargas que plantea el ejercicio de tal supuesto derecho. En el fondo, es el conflicto que aflora actualmente con el tema de los refugiados. Aunque todos sentimos que la única opción éticamente digna seria una política de puertas abiertas, en muchos colectivos, consciente o inconscientemente, se intuyen las cargas antes citadas. Así, el ciudadano corriente con escasa cultura económica teme que será él mismo quien acabara asumiendo los costes, y por ello abre los oídos a ideologías xenófobas e indignas.

 

En una sociedad bien trabada, bien formada, la ecuación puede dejar de ser conflictiva cuando es posible -y la historia demuestra que lo es- que los costes acaben asumidos de forma global por los mismos beneficiarios; unos consumen más recursos o derechos, pero contribuyen de otras formas o en otros momentos. Por ejemplo, consumen sanidad y educación en la infancia, pero la pagan siendo adultos. Igualmente, disfrutan de unas pensiones que ya pagaron en su vida laboral. Análogamente, es muy previsible que estos inmigrantes que hoy nos preocupan sean a la postre quienes sostengan con su trabajo nuestro sistema de pensiones, y a la vez garanticen el relevo generacional y la sostenibilidad de la pirámide de población.  Pero lograr este equilibrio es algo que no puede darse por sentado. Exige una adecuada política de creación de riqueza y de gestión de su redistribución, con criterios de equidad y eficiencia y evitando fraudes y despilfarros. Exige pues esfuerzo constante de quienes crean esta riqueza, y de quienes gestionan su utilidad social. Exige, finalmente, pedagogía desde la política para explicar a los ciudadanos que medidas se adoptan para asegurar la sostenibilidad de un sistema integrador sin perjuicios para nadie.

 

Por ello insistimos en la necesidad de evolucionar en la terminología y adoptar preferentemente la denominación de “conquistas sociales” a aquello referido a conceptos tras cuya consecución está el esfuerzo y sufrimiento de millones de personas que nos antecedieron, y que a veces hasta dieron su vida por ello, y cuyo mantenimiento seguirá necesitando siempre el trabajo continuo de toda la sociedad y muy especialmente de sus gestores.

 

Los “derechos” no tienen nada de automáticos, su preservación exige una constante vigilancia por el conjunto de la sociedad y un muy especial cuidado en no caer en darlos por supuestos. De supuestos, no tienen nada, excepto lo fácil que seria perderlos.

 

(R1/2018)