Ciudadanos, politicos y responsabilidades
Nuevamente, este enero de 2018, algunos miles de personas quedaron atrapados por una nevada en la carretera. Y con ellos, nuevamente, ha surgido la controversia sobre la imprevisión de las autoridades y su incapacidad de hacer frente a una emergencia.
Por una vez, en Oxímoron vamos a tomar partido por los políticos. A quién pueda acusarnos de partidistas, les recordaremos que esta es una situación reiterada en el tiempo que ha afectado a la práctica totalidad de partidos políticos que han tenido responsabilidades de gobierno, con lo que todo lo que sucede es una simple repetición de un ciclo perfectamente previsible, en que la oposición expondrá exactamente los mismos argumentos que usaron los que hoy gobiernan cuando, a su vez, estaban en la oposición y les paso exactamente lo mismo. Se trata de un episodio que demuestra nuevamente esta lamentable patología de los sistemas democráticos de partidos, en los que todo lo que hace el gobierno, para la oposición está mal por definición, aunque sea exactamente lo mismo que hacían cuando eran ellos los que gobernaban. La única novedad en este caso es la presencia de la Unidad Militar de Emergencias (UME), cuando siempre habíamos visto a la Guardia Civil en estos casos. Debe ser que estos últimos estaban de vacaciones tras su heroica campaña por tierras hostiles.
Sin embargo, el tema a destacar es la controversia que aflora sistemáticamente en estos episodios sobre la responsabilidad de los ciudadanos en el caos. Dicho de otro modo ¿la administración es siempre responsable de lo que nos pasa a las personas cuando hay una afección colectiva?
Ciertamente, la razón de ser de la política son los temas colectivos. Por tanto, idealmente, las administraciones deben intentar prever y estar preparadas para cualquier situación que suponga un riesgo o incomodidad para amplios grupos de personas. Y la naturaleza es una fuente inagotable de estos tipos de riesgos: meteorológicos, sísmicos, geológicos, biológicos, etc..
Son fenómenos que además se rigen por un alto grado de aleatoriedad. Aunque a largo plazo tengan pautas cuantificables –p.ej. que el riesgo de una nevada de X centímetros en menos de 12 horas es de una vez cada Y años- es imposible saber si será justamente el 2018 cuando sucederá en la autopista Lleida-Zaragoza, y aún menos si coincidirá con el retorno del puente de la purísima constitución.
En este contexto, ¿tiene sentido gastar el dinero en una máquina quitanieves que previsiblemente se jubilara sin haber sido utilizada nunca, o solo un par de veces? En un país con recursos ilimitados, tal vez sí lo seria, pero si simultáneamente, faltan inversiones en hospitales, en pensiones, en ambulancias, en medios contra incendios forestales, en mantenimiento de firmes de carreteras, en escuelas, en ayudas a discapacitados, y/o en un largo etcétera de temas importantes…, ¡hay tantas cosas que justificarían unas mayores aportaciones de recursos públicos!
Por muchas quimeras que se invoquen, al final las leyes de la economía, como las de la física, son inexorables. Si un país consume más riqueza que la que crea, se empobrece. Por el contrario, si su tejido económico es capaz de generar valor en mayor cantidad que el que consume, el país progresa. Por tanto, los recursos a disposición del sector público son y serán siempre limitados. Y de aquí que al final, cualquier ejercicio de gasto público no es más que un problema de asignación de prioridades.
Si combinamos la inevitable limitación de los recursos públicos con la práctica infinitud de incidentes posibles que pueden perturbar la normal actividad de la población, tenemos la cuadratura del círculo. A los políticos se les puede exigir competencia y honestidad, pero no que hagan milagros.
Además, ¿tiene sentido? ¿Realmente queremos vivir en una sociedad “guardería” donde el papá/mamá Estado nos protege de cualquier inclemencia? Amén de inviable por caro, ¿no deberíamos aspirar a un cierto grado de co-responsabilidad en la gestión de las consecuencias de nuestras acciones?
Se trata de un tema cultural, como demuestra el hecho de que en los EE.UU., por ejemplo, en caso de nevada, cada ciudadano es responsable de la limpieza del tramo de acera de su casa en un plazo razonable, mientras que en España la gente se limita a criticar agriamente a su ayuntamiento si a los cinco minutos no ha pasado ya la brigada municipal a limpiar y despejar la acera.
“Piove, porco governo”. Quien más quien menos somos todos conscientes que la atribución de todas las culpas a las administraciones es una patología generalizada en nuestras latitudes. Cada vez que algún político se atreve a sugerir una cierta responsabilidad directa de los afectados en un episodio ampliamente anunciado, seguro que sufrirá un fulminante linchamiento mediático y de la oposición. El fenómeno se propaga además a los casos en que el aviso resulta a posteriori menor que lo anunciado. Si los meteorólogos anuncian unas complicaciones para el fin de semana, que después resultan leves, ya tenemos al sector turístico quejándose de la baja ocupación y atribuyéndola a un alarmismo excesivo. Y si, por el contrario, dichas complicaciones resultan aun peores de lo anunciado, la queja será por imprevisión.
Probablemente se trata de un problema irresoluble. En parte, es consecuencia del progresivo alejamiento de los ciudadanos en relación a la “gobernanza” de los asuntos públicos. Curiosamente, la democracia, en vez de hacer que los ciudadanos se sientan cada vez más implicados en los asuntos públicos del país, genera justamente la tendencia contraria. Yo te voto una vez cada cuatro años, y espabila…
Es un tema que debería preocuparnos y trabajar para intentar mejorarlo. Jamás hemos estado mejor comunicados, y a la vez jamás hemos estado menos implicados. Sabemos todo lo que pasa en cualquier parte, pero a la vez hemos desarrollado una costra que hace que todo nos resbale, y que una vez pasada la indignación inicial, pasemos al “esto no me concierne, que lo resuelvan los políticos”, ya sea en situación de catástrofes, o conflictos bélicos, o en el tema de los refugiados.
Como siempre, una posible propuesta es incorporar esta cuestión en los planes formativos. Pero no es suficiente que se hable de ello. Es necesario aplicar el principio confuciano de “me lo contaron y lo olvidé; lo vi y lo entendí; lo hice y lo aprendí”. Antiguamente, cuando era casi seguro que a lo largo de la vida se sufriría algún conflicto bélico, muchos países tenían un servicio militar obligatorio. ¿Qué tal reciclar este en un servicio civil obligatorio? Podría repartirse en varios tramos temáticos de corta duración: catástrofes, cooperación internacional y ayuda al tercer mundo, y, porque no, también defensa. El tener una población preparada redundaría no solo en una mucha mejor preparación para hacer frente a situaciones catastróficas de todo tipo, sino además en una mayor concienciación de la gente en relación a las crisis del mundo en que viven. ¿Qué mejor explicación a nuestros jóvenes sobre la sociedad de consumo que una estancia de quince días en una zona subdesarrollada del planeta, sin electricidad, sin grifos de donde sale el agua limpia? Igualmente, la participación obligatoria de todos los ciudadanos en simulacros de emergencias sin duda contribuiría a paliar sus consecuencias en caso de desastres. Y finalmente, una cierta preparación militar es una buena lección sobre la importancia de la jerarquía en casos de crisis y conflicto irresolubles.
Qué curioso que Macron y otros líderes de países avanzados estén proponiendo algo parecido, no?
(r3/2018)