Política – Función pública
Muchos de los tópicos sobre los funcionarios son ciertos. Así, la productividad del sector público es escasa, por decirlo suavemente. Pero puestos a diagnosticar el problema de cara a proponer soluciones, es importante analizar porque esto es así. ¿Es que los que tienen vocación publica tienen asimismo una mayor tendencia a la lectura de prensa? ¿Es que quien valora sobretodo la estabilidad de un puesto de trabajo de por vida, tiende asimismo a un metabolismo más lento? ¿Es que el proceso de opositar desgasta el dinamismo y la capacidad de acción profesional de las personas?
Puestos a explicar este fenómeno, es un hecho que pocos políticos asumen que, en el ejercicio de su política, su empresa, su maquinaria, sus medios de producción, el instrumento de traducción de sus ideas en políticas reales, serán sus funcionarios. De poco sirven los presupuestos del Estado si después no existe un equipo capaz de traducir cada partida en ordenes, decretos, y convocatorias de contenido, calendario, objetivos y medios coherentes con la política perseguida.
Un ministro se lamentaba de la incapacidad que había tenido durante todo su mandato en agotar las partidas de ayudas de I+D por la falta de demanda o imposibilidad de plazos para tramitarlas. A la vez, un comercial de venta de material científico explicaba el alud de compras de equipos a final de año cuando se abren y cierran las convocatorias y los investigadores adictos al BOE se lanzan a pedir cualquier cosa (a menudo innecesaria) aprovechando la disponibilidad de estas ayudas.
La prueba de esta indiferencia -cuando no desprecio- de la política hacia la función pública, es la frivolidad con que en cada cambio de gobierno o de coaliciones se reestructuran de arriba abajo los organigramas administrativos. Que si ahora tantos o cuantos ministerios -o consejerías- que si ahora es el ministerio de Industria, después el de Competitividad; ahora Universidades depende de Educación, después de Cultura, que si ahora hay tres secretarias de estado, después una; que si la Biblioteca Nacional tiene rango de Dirección General, después solo de Subdirección, y así sucesivamente. Y no digamos ya que sucede con la creación de nuevas entidades o organismos, como una concejalía de “Feminismes i LGTBI” que evidentemente tendremos que financiar con nuestros impuestos.
Hay que reconocer que el problema no es solo español. La lista de ministerios del gobierno de Francia parece un chiste. Podría argumentarse que esta redefinición de logos y estructuras es una manifestación de las prioridades del color político de los responsables de ejercer el poder en cada momento, pero al final resulta únicamente una demostración de que se prioriza el “parecer” sobre el “ser”. Además, un rápida consulta a las hemerotecas muestra que bajo la excusa de «prioridades políticas» solo se esconden ajustes a caprichos o preferencias personales o partidistas. Así, en vez de definir unas funciones directivas determinadas de acuerdo con unos objetivos y buscar un perfil que se ajuste a dichas funciones, se procede al revés y se ajustan las funciones al curriculum o al capricho del politico, partido o país/region -esto vale también para la UE- a quien hay que contentar. Dejaremos para el lector imaginar que esto mismo se hiciese sistemáticamente en el mundo empresarial…
¿Alguien es consciente del tremendo coste económico y humano de este constante baile de estructuras? ¿Tiene sentido que cada pocos meses -sí, a menudo solo meses, pocos organigramas resisten una legislatura completa- los trabajadores públicos tengan que cambiar sus dependencias jerárquicas, la papelería, a menudo su lugar de trabajo, solo porque al nuevo ministro le interesa más el turismo que el comercio?
Trabajar en estas condiciones, con cambios constantes e injustificados de prioridades y formas de trabajar es terriblemente desmotivador, y explica en gran medida porque muchos funcionarios se toman su trabajo con una gran flema. ¡Estamos hablando de algo que en la vida laboral del funcionario sucede alguna decena de veces!, aparte de los cambios propios de la carrera funcionarial de cada persona en concreto. Peor que eso solo es imaginable el pobre policía que detiene reiteradamente a un mismo delincuente reincidente, al que un juez previsiblemente se encargará de poner en la calle a las pocas horas de su detención.
Este problema tiene además un agravante. Con los sueldos y condiciones de la política, casi solo un funcionario -o un empleado de partido- aceptara un puesto político. En una empresa, cualquier directivo tiene claro y asume que es responsable del equipo humano que depende de él, y que debe conseguir el máximo rendimiento del mismo. Esto implica tanto motivar, como también corregir a aquellos que no están a la altura de su puesto de trabajo. El político funcionario sabe que cuando lo cesen volverá a un puesto funcionarial ¿y quién sabe si este subdirector o jefe de servicio que debería abroncar por incompetente no va a ser su jefe en el futuro? Ergo, seamos prudentes y no nos molestemos entre nosotros.
Como consecuencia de todo ello, lo que debería funcionar como una única entidad con dos niveles, la política como unidad directiva y la función pública como brazo ejecutor, se desdobla en dos mundos con vidas paralelas y a veces incluso divergentes. Pocos políticos pueden aspirar a llegar a conocer en profundidad las instituciones que dirigen, y ello es aprovechado por sus subordinados para establecer gobiernos paralelos con vida propia. Así, los altos cuerpos funcionariales han llegado a tener un poder seguramente -o sin duda- superior a sus ministros respectivos. Se diferencian, fundamentalmente, en que los unos mandan y los otros van en coche oficial.
Ello se traduce a menudo además en políticas contradictorias. Muchos politicos viven en la burbuja de los telediarios, y se creen omnipotentes para traducir sus filias y fobias en nuevas realidades sociales, solo con tomar posesión de su cargo y prebendas y una vez hecha la consiguiente rueda de prensa. Prescinden olímpicamente de los profesionales que deberían traducir sus ideas -o ideales- ignorando el tremendo esfuerzo colectivo que requiere cualquier cambio social. Con ello, difícilmente cabe esperar que estos funcionarios se sientan coparticipes de estas políticas. Un ejemplo de libro son las políticas de desburocratización, siempre abordadas por todos los nuevos gobiernos y que siempre terminan con tramites y papeleo adicionales a los ya preexistentes. En la dialéctica política-función publica, ¿quién tiene las de perder? Unos están de paso, mientras que los otros permanecen inconmovibles en sus puestos. Se admiten apuestas…
¿Existe solución? Por lo pronto, en esta reflexión se apunta a una primera mejora: consolidar las estructuras administrativas y hacer mucho más difícil su mangoneo. Hay que reconocer que es una solución que va absolutamente en contra de cómo deberían ser las cosas en cualquier organización ágil y dinámica. Las rigideces solo introducen problemas. Pero en un entorno en el que la exigencia de responsabilidades se circunscribe al pobre ciudadano de a pie, solo se nos ocurre esta propuesta para meter en cintura a aquellos que confunden gobernar con mandar, y el país con su cortijo.
(12/2017)